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El cerco de pitas

ven nerviosos y ágiles dentro de los zapatitos que él lustrara por la noche. Ricardo ha cogido una rama seca y raya con ella el suelo: no se lanza brioso cruzando el césped como un potrillo en la pradera.

—Esto no va bien; esto no va bien, piensa don León. Lucila, su nuera, no ha hecho esta vez lo que los otros años. Cierto que la situación de la casa es precaria. No hay dinero, ni de dónde sacar. Si él hubiese adivinado que aquella festival mañana iba a presentarse tan desprovista de encanto, del más insignificante halago para sus nietos, habría requerido el adelanto de algunos pesos en su oficina. Lucila, despierta muy de madrugada, desapareció temprano, quizá para no encarar el desconsolador despertar de sus hijos: no se hallaría fuerte para tanto. El, el abuelo, comprendiéndolo así, los vistió. Y ahí los trajo, a pasar la mañana de Reyes como la de todos los días. Sólo que la circunstancia de no llevar en sus manecitas la fácil maravilla de un globo azul, o un caballito gris o un trompo rojo y verde de los que cantan bailando, tiene apesadumbrados y mohinos a los pequeños.

¡Qué! Allí se animó Ricardito. Vió sin duda a aquel hombre entrar al sendero arrastrando algo así como una carretilla. Sospecha don León, por el inesperado movimiento de su nieto, que aquello que trae el hombre es un cochecito. Casi se pone de pie y grita al intruso que se vuelva, que no pase por ahí. ¡Ah! Ya lo comprende: es el mu-