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El cerco de pitas

En tanto, los chiquilines, a la vista del fuego, alborozáronse que era un delirio. Uno de ellos dió la voz de incendio. Otro, haciendo trompetilla de su mano, remedó el toque con que los bomberos despejan las calles por donde han de pasar. Un tercero, cabalgando una escoba, imitó la carrera al frente de la turba, aumentada ya. Llegados al brasero, lo rodearon como aprontándose al bombeo. El de a caballo daba voces de mando que algunos interpretaban a maravilla, apuntando al fuego con enormes bombas imaginarias. Los más pequeños, que no entendían maldita la cosa, brincaban manoteantes y gritones como unos endemoniados.

¡Ahora van a ver, bandidos!—exclamó doña Paula, vuelta del cuarto. Y dejando la olla en el suelo, hizo como que los corría.

Los chicos, tornados momentáneamente a la realidad, desbandáronse con gran ruido. En la huída, uno de ellos cayó de bruces. Era Carmelo, niño de frente oprimida y ojos de gato, quien, sin levantarse, comenzó a gimotear aguda y destempladamente al compás de reñido pataleo; medio infalible de que se valía para que acudiera la madre en su socorro y defensa.

Efectivamente, doña Mariana dejó su cuarto, contiguo al de doña Paula, asomando primero su vientre que lo demás de su mole, pintado en su rostro chato de torta guaranga el más innegable de los desafíos. Lo que no le impidió caminar con la ca-