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Edmundo Montagne

chaza de siempre. Y se fué al encuentro de la vieja.

—¿Per qué l'hai pegato, eh? ¿Per qué?

—¡Vaya!—repuso doña Paula, que empezaba a hacer chisporrotear el fuego con un pantalleo triunfal.— Avise si está loca! ¿No vió que el chico se ha caído solo?

El aludido redobló entonces su marraneo.

— Hai sito voi, voi!—rugió repetidas veces la calabresota, queriendo amedrentar a la vieja, quien, importándosele un bledo el desgañitamiento de su contrincante diaria, daba los últimos pantallazos, contentándose con responder despreciativamente:

—¡Oh, no sea zonza! ¿sabe? Y deje de jorobar.

Con lo cual retiróse la Mariana, pronunciando a pleno pulmón y en medio mismo del patio, por si atraía público, un "¡ manaya Dio!" que rajaba la tierra.

El muchacho, siempre en el suelo y entercado siempre, continuó canturreando su falso gemido.

La vieja Paula maldecía la hora en que entró a vivir en esa casa, en tanto encasquetaba la olla en el brasero sobre un fuego de verdad.

—¿Qué le pasa, doña Paula, que está tan enojada? le interrogó deteniéndose Pepucho, mocetón aprendiz de sastre, que solía conversar con la vieja.

—¿Qué quiere que me pase? lo de cada día; que sus paisanas, las gringas, siempre tienen algo que hacer conmigo, como si yo juese estropajo.

—No les haga caso. ¿Sabe todo por qué es?