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El cerco de pitas

¿Por qué ha de ser?

—Porque no les da mazamorra.

—Sí, como pa darles están. Ellas ¿qué me dan a mí?

—Disgustos, doña Paula.

—Eso sí. Sólo Dios sabe la rabia que me trago cuando vienen a sacarme dos brasitas, o a servirse de mi agua caliente, o a pechar yerba pa una cebada. Todo como si juese de mi obligación. Y después, áhi las tiene, prontas a sacarme los ojos por cualquier cosa.

En esto del diálogo, volvía del fondo doña Mariana, afectando su vientre más forma de proa que antes, a causa del aire insolente con que marchaba.

Y al pasar entre Pepucho y doña Paula, arrojó sobre ésta una mirada que era un mordisco.

E muchachón hizo una seña interrogando de si había sido con esa el altercado.

Con quién había de ser? susurró doña Paula.

—Tenga paciencia,—repuso Pepucho, y se alejó silbando un tango.

La vieja atrajo entonces hacia ella una sillita de paja y sentóse junto a la olla a concluir de fumar el interrumpido cigarro de hoja que había quedado yacente en el ángulo del umbral. Y no fué con el primer papel prendido en el fuego que pudo encenderlo, ni a falta de menudeados chupones sonando a hueco. Pero una vez logrado, al par que el cigarro se encendió el contento en el alma de la vieja,