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Edmundo Montagne

¿A qué trabajar? Precisamente el no tener que luchar con el habitual obstáculo del barullo, alejaba conceptos e imágenes de mi pobre cabeza febril, y mientras block y lápiz descansaban tan bien como yo, mi mente gustaba dejar que el cielo la reconociese hermana y la besase con santa sencillez.

No podría precisar el tiempo que permanecí de tal suerte; tampoco si algún rumor me anunció el suceso que referiré. Creo, por el contrario, que nada, absolutamente nada me lo avisó: de otra manera no se explicaría mi sobresalto a la vista de una mujer joven, enlutada, pronta a entrar en mi pieza.

—¡Ah, señor! — exclamó ella, confundida al verme y dando un paso atrás.

—Señora? — interrogué solícito, incorporándome, deseoso de volver de mi sorpresa.

—Creí, señor, que no estaba, — agregó con cierta naturalidad, en medio de la desazón que le ocasionaba mi presencia.

Yo, que ya lograba serenarme, quedé desconcertado a esa confesión de la pálida desconocida. La miraba y no sabía qué pensar. Ya no podía ser que se hubiese equivocado de departamento, como al principio creí.

—Señor, — prosiguió ella como si supiese lo que por mí pasaba: yo viví aquí hasta hace veinte días.

—Pero... ¿usted estuvo otra vez?

—Sí, señor; perdón: se lo ruego.