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Edmundo Montagne

La viuda vagaba en la pieza como viendo lo que yo no veía.

Bajé la escalera, abandoné la casa y me hallé poco menos que hablando sólo en medio de la multitud popular que llenaba los jardines de Palermo. ¡Qué extrañio suceso el de mi casa! Porque el caso no se limitaba a la nostalgia de ese gran corazón amante hasta más allá de la muerte, como el de la mujer con que soñamos todos los amadores en el delirio romántico de la pasión. El caso era doblemente sujestivo para mí. Comprendí que la morada que en mala hora fuera yo a habitar no era tan molesta por los ruídos de sus inquilinos como por mi singular incapacidad de aguantarlos y vencerlos, yo que estoy hecho a esa dura prueba.

Extremecido, me expliqué la causa: mi departamento lo habitaba él, el propio esposo de la viuda; porque no podía ser sino su espíritu aquella sombra de hombre bondadoso, ojos de claridad marina y bigotes caídos, que crei fuera una idiota y obsesionante creación de mi mente, y que durante quince días había cruzado tantas veces mi pieza de trabajo.

La gente profusa, los jardines, la suave brisa, la luz de la tarde más hermosa del año, combatieron malamente mis inquietudes. Recuerdos de hechos tan anormales y recientes, la certidumbre de que se reproducirían, no podían ser ahuyentados así como así. Visité a un conocido locuaz, superficial; cené en un fondín napolitano; nada: la viuda, su muerto querido, que se me aparecía a solas, iban y venían