lo hacía, Arminda a su vez hallaba más gallardo, aunque siempre sencillo, al amigo que le robó aquel beso infantil. Veía sus facciones recias, su semblante cobrizo, su bozo espeso y su mirar subyugante. Todo en él era bizarría. Y pensaba sin duda entonces que bien robado había sido aquel beso... aunque se hubiera guardado de confesarlo.
Una vez tejieron juntos un cestillo, y recordaron callando que era ese uno de sus placeres cuando niños.
Y en aquel mismo cesto trájole Zenón mojarritas otro día al atardecer. Puso los pececillos de plata sobre la mesa, en la que ya daba el fulgor de la luna, y a esa luz vió brillar de cierto el amor en los ojos de Arminda.
Desde entonces el mismo cesto fué portador de ciruelas tempranas y de rosas del vergel con que Arminda respondió a las ternuras del mozo.
Hasta que aquel trueque de ventura, aquel juego de quién se da más y mejor, que es el comienzo inocente de todo idilio, se vió turbado de súbito por la presencia de un extraño y antipático ser.
Parecía que el entremetido viniera a querer probar la fortaleza del creciente amorescena.
¡Toma el helecho, Arminda!—exclamaba el mozo. Y cuando entregaba el cesto alegremente, ahí estaba el ser extraño mirando con envidia la Alcanzó Arminda otra vez el espinel a Zenón,