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Edmundo Montagne

y mientras moza y mozo en la canoa compartían la tarea de ir echando los anzuelos cebados a través del río, acodado en la baranda y acechante estaba el hombre que casi turbaba con su implacable atisbo cuanto fuese motivo del común encanto de los jóvenes amantes.

—¿Quién es ese?—rugió al fin Zenón.

Y entonces Arminda, ensombrecido su mirar de estrella, se lo dijo. Era el maestro.

Aquel hombre, en efecto, iba de isla en isla, silabario en mano, enseñando las primeras letras.

No tenía vocación de maestro, ni siquiera gusto de enseñar; pero lo hacía por ganar casa, sustento y algunos pesos.

Comprendió con todo Zenón que la acechanza se la inspiraba un sombrío celo, quizá una aviesa intención. Adivinaba en ella muy otra cosa que la simple vigilancia de un maestro.

El joven no tardó en ver confirmada su sospecha.

Cierta vez vino el mercero. Traía su balandra tan llena de telas, cintas, ovillos y ropas veraniegas de todos matices que parecía haber recogido y cargado en las orillas las más diversas y bellas flores.

— Nada, mercero, nada necesito!—gritó Arminda desde la casa.

Pero Zenón, que pescaba junto al muelle de entrada...

—¡Venga ese bonito pañuelo rojo!—exclamó,