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El cerco de pitas

agregando:—¡Miralo, Arminda! ¡ Parece la guinda aquella! ¿sabes?

Y arrojó al mercero el cesto para que en él pusiese el pañuelo.

Nunca en su vida había visto el vendedor un más hermoso arranque de doncel enamorado.

Sacaba Zenón un peso plata que como adorno llevaba en el tirador, cuando, a la llegada de Arminda...

—¡Yo pago ese pañuelo!—gritó lívido el maes85 tro.

Y entonces Zenón, impelido por un coraje demente, dió un salto y, de un bofetón tremendo, tendió por el suelo, sangrante y cuán largo era, al implacable rival.

Y mientras que el son de un cuerno llevaba hasta el fondo de la isla el aviso del suceso al padrino, la moza recogía del suelo el cestillo con el pañuelo color de púrpura que pagaba tranquilamente Zenón.

III

✔ Cierto es que con anterioridad el padrino había despedido al maestro; pero eso no mitigaba la pena de Zenón, quien, en castigo de su falta, permanecía en una isla lejana donde se sentía languidecer y donde desesperaba torvamente.

Compartía la ruda tarea de un desmonte, y so-