Página:El cerco de pitas (1920).pdf/90

De Wikisource, la biblioteca libre.
Esta página no ha sido corregida
86
Edmundo Montagne

lía quedar apoyado en la guadaña, como zonzo, entre el pajonal volteado y el por voltear.

¡Linda aquella isla alvaje para la caza! Pero diversamente de lo que hacían los demás peones, él no probaba en eso ni su trabuco ni su facón. Los hubiera probado, sí, en aquel que era la causa de su pesar.

Pasaban y pasaban los días, y el despecho aumentaba las iras de su corazón; y la melancolía que lo colmaba al pensar en Arminda nublábale la luz de los más puros cielos primaverales.

Hasta que cierto día que vagaba en desierta orilla vió venir un camalote, hijo florido de la creciente última. Verlo e imaginarse bogando en él todo fué uno. Corrió en busca de un botalón. Volvió jadeante. Y ayudado de aquel largo brazo, trajo a la orilla el camalote y saltó en él como en su propia canoa.

Lánzase a bogar en el boyante islote, entre espadañañs y arbustos. Siente que una vibora lo ha picado; pero él tiene apuro; es presa de una sola, una tirana idea: la de llegar cuanto antes donde está Arminda.

Boga y boga Zenón hundiendo el botador en las aguas, apoyándolo ya en el fondo, ya en las orillas. Su ansia de llegar es tal que, lejos de advertir la fiebre del veneno alterando su sangre; lejos de comprender que lo ha picado una yayará, cree que todo aquel hervor que sube de grado en