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El cerco de pitas

él no es más que su propio brío o un producto de su dichoso y anhelante empeño.

87 Talas altos sobre los montes, ciervos a escape, aves revolando a ras del río, ceibos empenachados de rojo, nubes del cielo maravillosamente encendido, todo, todo pasa, se aleja huyendo en furiosa fuga reflejada en las aguas al loco avanzar del camalote que, a impulso del batador y a favor de la corriente, va como en un vértigo. Y cuando deja a Zenón en presencia de la amante; cuando cae el mozo sin alientos en los brazos de Arminda, ésta ve aterrada que su amado tiembla y tiene turbios de muerte los ojos.

¡Ah! La moza devuelve el beso de la infancia a Zenón, desesperadamente, sin remedio; porque el mozo, al cuidado de toda la gente de la casa, fallece por fin a la horrible acción del veneno que la sierpe yarará le inoculara.

El pobre viejo padrino del desdichado Zenón vagó toda aquella noche con una linterna encendida en la mano, gritando, llamando balde:

—¡Arminda!...

¡ Nada en la soledad de la isla! ¡ Nada en la orilla negra y espejeante del río!

—¡Arminda!...—repetía el eco, estremeciendo en el horror de la noche al padre desolado y errante.

Arminda, con el corazón enajenado en el amor perdido para siempre, había huído de la casa y había donado su inútil pena al lento río, y así se la