Página:El cerco de pitas (1920).pdf/92

De Wikisource, la biblioteca libre.
Esta página no ha sido corregida
88
Edmundo Montagne

halló al alba flotando en la corriente, con el fatal pañuelo rojo al cuello, anudado de tal suerte sobre el pecho que parecía un puñado de flores del ceibo Imás altivo de las islas.

Pero el viejo isleño no se conformó, nunca creyó en esa muerte de su primogénita y única hija, consuelo de su larga viudez.

Desde aquella jornada fatídica vagó todas las noches durante años con la linterna encendida a orillas del río.

Buenas noches, viejo!—le gritaba cariñosamente algún rezagado desde su lancha. ¿ Qué busca a estas horas?

Y él respondía infaliblemente:

—Aquí estoy, a la espera de mi hija.

Los vecinos se apenaban viendo al viejo andar o sentarse a la orilla, siempre con su linterna, que terminó sirviendo de fanal, y en una espera tan confiada como infructuosa.

Al atardecer primaveral, más de un botero solitario sigue creyendo desde entonces, después de medio siglo de acaecido el aciago suceso, que antes que la misma tarde es la dulzura del infausto idilio de Zenón y Arminda aquello que llena de arrobamiento la delicia húmeda del ambiente, el alma toda vaga de las islas; que es el encanto de aquel amor perdido en el infinito de la muerte el que embellece las misteriosas lejanías verdes; y penetrado por el largo y dulce quebranto de los sauces, llora como ellos, sin poderse contener, sobre el lento e incesante rodar de las aguas.