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Edmundo Montagne

pero ten cuidado que no se entere mamá; ya sabes que ni quiere oir hablar de él!

—¡Mirámelo qué rico! ¡Quiere entrar y no se atreve ! ¿Qué buscará?

—Vaya a saber uno. ¡No salgas al patio, Cándida!

—Si no salgo, mujer. ¿No ves que se ha entrado? ¡Ay, pobrecito! Se le había ido una naranja bajo el rosal. El pobre no puede sacarla, tan al fondo se le fué.

—Déjalo solo.

—Qué hay de malo en que le ayude a recobrar su naranja?

—¡Cándida!

La hermana mayor no lo pudo impedir. Cándida abrió la puerta y se lanzó al patio. El niño no tuvo tiempo para darse cuenta de nada. Se vió abrazado por una señorita de cara morena y radiante, de aliento cálido, que lo besaba locamente.

Grandes mechones ondeados de cabello negro caíanle al rostro, mal sujetos por la cofia blanca, e iban a confundirse en los transportes de su expansión, con los dorados cabellos del niño que aparecían descubiertos. El bonete rojo se le había caído.

Desde la puerta entreabierta de la sala, Delia observaba.

—Déjalo de una vez — le decía por lo bajo, pero con acento de energía.

El niño tornaba lentamente de su asombro; pero no del todo. Aquellas caricias, en una casa en la que