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El cerco de pitas

había entrado con tanto temor, y hechas por una señorita a quien no había visto nunca, no eran cosa tan natural para él!

A cada apartamiento del rostro, después de cada beso, el niño clavaba los grandes ojos azules en aquel bello rostro de mujer morena, mirándolo largamente.

Naranja! decía en su media lengua, señalando con cierto embarazo debajo de la tina.

Aquel niño no se sabía de quién era. Hacía meses lo tenía la vecina doña Delmira, quien, a las preguntas sobre quiénes eran sus padres, no daba siempre las mismas razones. ¿Qué sabría al respecto la madre de las muchachas para no querer que se diera confianza al rubiecito?

—Déjalo, ya, Cándida. Ahora nomás llegará Carlos; ya sabes que hoy es jueves. Mamá debe estar pronta.

—Tomá, tomá la naranja. ¿Cómo te llamás?

Cándida, en cuclillas, no dejaba libre al niño, más familiarizado después de reconquistada su naranja y encasquetado su gorro.

—¡Ay! Aquí estaba mi hijito: ¡Dios mío, qué susto! exclamó de pronto una joven que no tendría muchos más años que Cándida, también morena.

Garbosa en su traje claro, se allegó hasta el zaguán. Con espontánea simpatía, Cándida díjole que entrara.

—¿Cómo es que te has metido a molestar a la