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Edmundo Montagne

señorita? — se apresuraba a reprender la madre.

—¡No! ¡ Valiente, señora! — decía riendo gozosa Cándida.

Desde la puerta de la sala, Delia le hacía a su hermana señas para que se entrase.

—Vino el caballerito a buscar lo suyo. Su naranja había rodado hasta las plantas. Eso es todo completó Cándida.

— Dale un beso y vámonos — díjole la madre al rubiecito.

—¡Oh, qué gracia, señora: le di tantos! — Sólo que él no me los devuelve.

Cándida besó por repetidas veces al niño. La madre agradeció, saludó discretamente y se llevó al rubiecito de la mano.

Delia, no bien retirado el niño y la moza, se fué presurosa a las piezas interiores. Quería cerciorarse de si la madre se había enterado de todo aquello.

A la que más le saltaba el corazón era a Cándida, a quien su hermana había dicho en vano: "vete a arreglar que viene tu novio", pues Cándida, encantada con aquel niño y deseosa de mirar un momento más a su misteriosa madre, se había lanzado nuevamente a la ventana. Y observando hacia afuera, quedó por un momento inmóvil, como aterrada.

El niño, regocijado, con los brazos abiertos, hacía señas, mientras la madre, grave, permanecía en medio de la acera, como esperando. Pero, esperando ¿a quién?

El novio de Cándida, Carlos, había cruzado la ca-