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ría sitio. Se levantó de la mesa y miró a su alrededor. Su mirada cayó sobre el rincón donde estaban sentados Makar y el yakut.

Se acercó al yakut, y cogiéndole por el cuello, lo echó a la calle sin más explicaciones. Luego se acercó a Makar. Viendo que éste era de la aldea, lo trató con más miramientos; después de abrir la puerta de par en par, le dió un puntapié formidable. Makar se halló en la calle, con la nariz en la nieve.

Es difícil decir si se sentía ofendido. Tenía nieve en la cara, en las mangas, en todas partes.

Levantándose con mucho trabajo, se dirigió, vacilante, hacia su caballo.

La luna estaba muy alta. El frío se habia hecho aún más intenso. De tiempo en tiempo, detrás de una ancha nube sombría, se extendían por el cielo esos resplandores vagos que se ven con frecuencia en las regiones del Norte.

El caballo, comprendiendo el estado en que se hallaba su amo, se dirigió lentamente a casa, por propia iniciativa. Makar, sentado sobre el trineo y balanceando la cabeza, continuó su canción.

Cantaba que se había bebido la leña vendida y que su mujer, sin duda, le iba a pegar. Los sonidos que salían de su garganta se parecían a los gemidos del aire nocturno, tan dolorosos, que el deportado político, que en aquel momento estaba en el tejado tapando el tubo de la chimenea, quedó penosamente impresionado.

El caballo subió una colina, desde la que se