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so guiarse por aquellos sonidos, pero en vez de hacerse más fuertes, se hicieron, por el contrario, más débiles y lejanos. La desesperación se apoderó de Makar.

Estaba cansado, extenuado, abatido. Las pier nas no le obedecían ya. Le dolía todo el cuerpo y respiraba fatigoso. Sus piernas y sus manos se helaban, así como su cabeza descubierta.

—Estoy perdido !—pensó.

Pero seguía andando.

El bosque guardaba un silencio inquietante, cerrando, por encima de la cabeza de Makar, su bóveda impenetrable y sombría, sin dejar ni una luz de esperanza.

—¡Estoy perdido!—repetía sin cesar.

Las fuerzas le abandonaron completamente.

Los arbolillos le golpeaban insolentes en la cara, burlándose de su impotencia. Una liebre blanca apareció ante Makar, se sentó sobre sus patas traseras y se puso a lavarse, haciéndole muecas impertinentes. Se diría que conocía bien a Makar, a aquel mismo Makar que había colocado trampas por todas partes para coger a las pobres liebres. Ahora, ella se burlaba de él. Makar lo veía con amargura.

Pcco a poco el bosque se fué animando, pero con una animación hostil. Los árboles lejanos tendían hacia él sus largas ramas, tratando de cogerle por los cabellos y golpearle en el rostro. Los pájaros, con una malvada curiosidad, le miraban a los ojos y se burlaban de él en voz alta.

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