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¹ Finalmente, millares de zorros aparecieron entre los árboles. Le miraban burlonamente, agitando sus orejas agudas. Las liebres, que eran también muy numerosas, reían a carcajadas, diciéndole que se había perdido y que no saldría ya jamás de la "taiga".

Esto era demasiado.

—Estoy perdido!—repitió Makar.

Se decidió a morir de una vez, antes que sufrir tan cruelmente.

Se echó sobre la nieve.

El frío se había hecho más intenso. Las débiles luces de la noche atravesaban apenas la enramada. Casi no se oía la campana de la remota aldea.

Makar no vió ni oyó nada.

Estaba muerto.

V

No sabía cómo podía ser aquello. Esperaba que su alma saliera del cuerpo, pero no salía nada. Y, sin embargo, tenía la seguridad de que estaba bien' muerto, y permanecía sin movimiento. Es tuvo así mucho tiempo, tanto tiempo, que ya empezaba a fastidiarle aquello.

La obscuridad era completa cuando sintió que alguien le empujaba con el pie. Volvió la cabeza y abrió los ojos. Los árboles estaban ahora tranquilos, como avergonzados de las sandeces que habían hecho antes. Los abetos tendían sus largos brazos, cubiertos de nieve, y los balancea-