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Todo el mundo compadecía al pobre pope; pero, como no habían quedado de él más que las pier nas, ningún médico del mundo podría curarle ya.

Sus piernas fueron enterradas, y su puesto ocupado por otro pope.

Ahora, el pope Ivan, entero, estaba junto a Makar y le empujaba con el pie.

— Levántate, Makar!—le dijo—. ¡Vamos!

—¿Dónde?—preguntó Makar descontento.

Creía que, una vez muerto, su deber era permanecer inmóvil; no valía la pena de levantarse y caminar por el bosque. Si no, ¿a qué morirse?

—Vamos a casa del gran Toyon (1)—dijo el pope.

—¿A qué?

—A que te juzgue—respondió el pope con voz triste y dulce.

Makar recordó que, en efecto, después de la muerte, hay que presentarse ante un tribunal.

Lo oyó una vez en la iglesia. Por tanto, el pope tenía razón. Había que levantarse.

Y se levantó, gruñendo que ni aun después de muerto le dejan en paz a uno.

El pope iba delante; Makar le seguía. Caminaban en línea recta. Los árboles, humildemente, les abrían paso. Se dirigían hacia el Este.

Makar notó con extrañeza que el pope, al andar, no dejaba ninguna huella sobre la nieve. Miró detrás de sí, y vió que él tampoco dejaba hue(1) En lengua yakuta, Toyon quiere decir jefe.