peso. Pero todo estaba en regla. Makar no comprendía aquello, y hubiera preferido otra balanza más primitiva, como las que estaba acostumbrado a ver en su aldea.
¡Ya viene el gran Toyon!—anunció el pope Ivan, visiblemente turbado.
La puerta de en medio se abrió, y el gran Toyon, muy viejo, muy viejo, con una larga barba blanca, que le llegaba hasta la cintura, hizo su aparición. Estaba vestido con ricas pieles y telas que Makar no había visto nunca. Calzaba botas de piel.
Makar reconoció inmediatamente al mismo viejo que había visto en un icono, en la iglesia.
Pero el de la iglesia tenía a su lado a su hijo.
Makar supuso que el hijo estaría ocupado en otra parte, en el arreglo de la casa.
Una paloma entró en la habitación, y después de dar algunas vueltas por el techo, se posó en las rodillas del viejo. Este, que se había sentado en una silla, acarició con la mano a la paloma.
El gran Toyon tenía un rostro dulce y sereno.
Cuando Makar estaba triste, miraba aquel rostro y se sentía confortado. Tenía razones suficientes para estar triste; pasó mentalmente revista a toda su vida, en sus más nimios detalles, y recordaba cada uno de sus pasos, cada hachazo, cada árbol derribado, cada vaso de "vodka" bebido, cada una de sus malas acciones.
Sentía vergüenza y miedo. Pero habiendo lanzado una mirada sobre el Toyon, se tranquilizó un