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Me acuerdo de cuando todavía era yo pequeño; unos campesinos, treinta hombres, por lo menos, transportaban grandes vigas en sus carros; por el mismo camino pasa el señor, montado en su caballo y acariciándose el bigote. Al verle, los aldeanos se asustan, fustigan a sus caballos para que dejen libre el camino y echan los carros a un lado, en la nieve profunda. Después pasaron grandes trabaj para sacar de la nieve los pesa carros.

Y el señor se paseaba tranquilamente por el largo camino, tan a gusto. ¡Dios mío, qué severo era! Los "mujiks" temblaban ante su mirada. Cuando reía, todo el mundo estaba contento; cuando fruncía el ceño, todo a su alrededor se ensombrecía. No había nadie que se atreviera a llevarle la contraria.

Pero Román, que había pasado toda su vida en el bosque, no comprendía estas cosas, y el señor le perdonaba mucho.

—Quiero que te cases—dijo el señor—. No me preguntes por qué. Cásate con Oxana.

—No quiero!—respondió Román—. No la necesito. ¡Que se case con ella el diablo, que yo no quiero!

El señor ordenó que trajeran los vergajos.

Echaron a Román al suelo.

—¿Quieres casarte?—preguntó el señor.

—¡No!

—Está bien! Dadle de vergajazos, ¡pero de los buenos!