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tenías por qué sentarte a la mesa; pero si te empeñas, te servirán el mismo plato que a Román.

Román estaba muy enfadado. Los vergajazos le hacían mucho daño. ¡Antiguamente se sabían dar muy bien! Soportó largo rato este martirio; pero, al fin, escupió con indignación y gritó:

Sería demasiado honor para esa maldita Oxana el que, por ella, le den de vergajazos a un cristiano! ¡Basta! ¡Yo no soy una bestia de carga para que me peguen así! Ya que ha de ser, bueno: ¡me caso!

El señor reía a carcajadas.

Al fin has entrado en razón!—dijo—. La verdad es que no te podrás sentar junto a la novia el día de la boda; pero, en cambio, bailarás bien.

Gustaba de bromear nuestro señor. Pero tuvo un fin triste. ¡Que Dios libre a todos los buenos cristianos de un fin semejante! ¡No; yo no se lo desearía a nadie, ni siquiera a un judío!...

En fin, que un día Román se vió casado. Llevó a la joven a su choza del bosque. Los primeros días no hacía más que reñirla, echándole en cara los vergajazos que había recibido por su causa.

—No vale la pena de que por ti se martirice así a un buen cristiano!

Cuando volvía del bosque, empezaba por querei echarla de casa.

—Vete! ¡Yo no quiero una mujer en mi casa!

No me gusta que una mujer duerma conmigo, porque huele mal...

¡Eso decía!