i 155 Pero luego, poco a poco, se fué acostumbrando.
Oxana ponía la casa en orden, barría, lavaba, todo estaba limpio y arreglado. Román se sentía contento y ya no reñía. No sólo se reconcilió con ella, sino que empezó a quererla. ¡Palabra de honor!
Hasta el mismo se sorprendió.
—Debo dar las gracias al señor, que me ha enseñado a ser razonable—decía después. ¡Dios mío, qué tonto era yo! Recibir tantos vergajazos, ¿y por qué? Ahora veo que hacía mal negándome a casarme. Estoy muy contento de tener a Oxana.
¡Pero muy contento!
Pasaron las semanas y los meses. Un día vi que Oxana se echó en el banco y empezó a gemir. Por la noche se puso muy mala. Al día siguiente, de mañana, con gran sorpresa mía, oí el llanto de un niño. "Toma! ¡Hay un bebé en casa!", me dije.
Y no me equivocaba.
El niño no vivió mucho tiempo: hasta la noche nada más. Cuando llegó la noche, ya no se le oyó.
Oxana se echó a llorar. Román dijo:
—Vaya, se acabó! ¡Ya no hay niño! No vale la pena de llamar al pope; nosotros mismos le enterraremos debajo de un pino.
¡Esto se atrevió a decir Román! Y no sólo a decirlo, sino a hacerlo: cavó un agujero y enterró al niño. ¿Ves aquel viejo tronco, allí? Son los restos de un pino que fué abrasado por un rayo. Allfprecisamente, es donde Román enterró al niño. Y oye lo que te voy a decir, buen mozo: cuando se pone el sol y aparece en el cielo la primera