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que se nos había indicado. Debo decirle a usted que en las últimas horas de camino me vi casi obligado a sostenerla entre mis brazos. Permanecía en el carruaje sin conocimiento, y a veces, cuando había alguna sacudida, su cabeza chocaba fuertemente contra el vehículo. Entonces yc la sujetaba con mi mano derecha, así continuamos nuestro viaje. Primero, ella me rechazaba.

"¡Quítese usted, no me toque!" Pero después se resignó, quizá porque había perdido la conciencia; tenía los ojos cerrados, el rostro sin la expresión de cólera, más dulce que de costumbre.

En ciertos momentos, hasta sonreía dormida, se ponía más contenta se estrechaba contra mí.

Probablemente, la pobre tenía en aquellos momentos sueños alegres.

Cuando nos acercábamos a la ciudad se despertó y se levantó. La lluvia había cesado, y el sol apareció en el cielo. Nuestra señorita se puso más alegre.

No pudo permanecer en aquella ciudad, y tuvinios que conducirla más lejos. Antes de nuestra partida se reunieron muchas personas en el puesto de Policía donde nos hallábamos: señoritas jóvenes, estudiantes—probablemente deportados políticos también—. Todos le hablaban como si la conocieran desde hace largo tiempo, le tendían la mano, le preguntaban; le dieron dinero y ur chal de mucho abrigo para cubrirse er el camino.

Partimos. Estaba de mejor humor; pero tosía mucho. A nosotros, ni siquiera nos miraba.