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de Riazanov y no ha salido nunca." Unos me decían que no salía porque estaba enferma; otros, que se había hecho querida de Riazanov. La gente suele ser maliciosa y le gusta charlar. Me acordé de sus palabras cuando decía que quería morir entre los suyos. Finalmente, experimenté un gran deseo, casi irresistible, de verla. Y me decidí a ir, tanto más cuanto que ella no había tenido motivos para detestarme demasiado; no fuf malo para ella.

Fuí. Me dijeron su dirección. Era en el extremo del pueblo. La casita era muy pequeña; la puerta de entrada, muy baja. Entré. Todo estaba muy limpio; la habitación era clara; en un rincón había un lecho, separado del otro rincón por una cortina. Muchos libros sobre la mesa y en estantes. A un lado, un taller muy pequeño, con un .banco.

Ella estaba sentada en la cama, cosiendo. El señor Riazanov estaba a su lado, en un banquito, y le leía una cosa en voz alta. Tenía un aire grave con sus lentes. Cuando me vió ella se estremeció, cogió la mano de Riazanov y se quedó como muerta. Me miró fijamente con sus grandes ojos, llenos de cólera, que yo conocía tan bien. No había cambiado; sólo su rostro se había puesto mucho más pálido. El se asustó. “¿Qué tiene usted?

—preguntó—. Tranquilicese." No me había visto entrar. Ella le soltó la mano y dijo: "¡Adiós! Bien veo que ni siquiera me quieren dejar morir tranquila." En este momento, él volvió la cabeza ha—

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