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Y cuando una muchacha le besa a uno... ¡Diablo!

Yo soy un hombre como los demás.

Y quiso abrazarla de nuevo; pero cuando su mano tocó el talle de la muchacha, ésta se estremeció de cólera.

—Abajo las manos!—gritó con tanta indignación que el molinero retrocedió—. No soy un billete de banco para que me consideres como propiedad tuya. Si me vuelves a tocar, vas a pescar algo que te hará renunciar para siempre a tus galanterías.

El molinero se quedó confuso.

—¡Ah, qué soberbia te has vuelto! Y, sin embargo, yo no soy un judío para que me insultes de esa manera.

Eres peor que un judío! No te contentas con que mi madre te pague los intereses; quieres también que te los pague yo. ¡Vete, cobarde!

—¡Oh, qué carácter!—suspiró el molinero, protegiéndose el rostro con las manos, por temor a los golpes—. Es difícil, para un hombre razonable como yo, hablar contigo. Ve a llamar a tu madre.

Pero la vieja estaba allí ya y saludaba muy rendida al molinero. Esto le agradó más que las palabras de la hija. Adoptó una actitud altiva, y su sombra negra, sobre la pared, tenía la cabeza tan erguida, que la gorra parecía a punto de caérsele.

—¿Sabes a lo que he venido, vieja?—dijo.