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roncaba a todo roncar. En este arte era un verdadero virtuoso. Roncaba de tal modo que era imposible dormir con él bajo el mismo techo.

—Eh, Gavrilo!—le gritó el molinero.

—¿Qué hay? Si usted no duerme, no por eso ha de despertar a los demás.

—Di, ¿es que te han pegado otra vez?

—Pongamos que sí, ¿y qué más?

—¿Dónde?

—¡Qué curioso es usted! En la aldea vecina, en Kodna.

—¡Toma! Y ¿qué fuiste a buscar allí?

—Demasiado lo sabe usted.

—Me parece que no andamos mal de mozas en nuestra aldea, y no vale la pena de irlas a buscar a otra parte.

Aquí, en Novokamenka? ¡Anda allá! Ya estoy harto de nuestras mozas; me fastidian.

—¿Y la hija de la viuda?

—¿Y qué?

—¿Es que también has cortejado a esa?

— Ya lo creo que sí!

El molinero se estremeció.

— Mientes, canalla!

—Yo no miento nunca. Dejo eso para los otros, más inteligentes que yo.

Bostezó y dijo con voz soñolienta:

—Se acuerda usted de aquella vez que tuve un ojo hinchado toda una semana?

—Sí, ¿y qué?

—Fué precisamente esa maldita rubia, la hija