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de la viuda, la que me pegó. Ahora, comprende usted?... No soy tan bruto que vaya a abordarla otra vez...

El molinero lanzó un suspiro de consuelo; esto era otra cosa.

—Gavrilo!

Pero el otro dormía ya.

—¡ Gavrilo!

—Pero, ¿qué es lo que hay? ¡Vaya una idea chusca, no dejar dormir a la gente de bien!

—¿Quieres casarte?

—Bien quisiera; pero para eso me hacen falta botas nuevas; con éstas que tengo no me puedo casar...

—Sí, ya comprendo. Pues bien, voy a comprårtelas, y también un cinturón, y un "schapka".

—Bueno, así ya cambia. Pero voy a decirle a usted una cosa que me parece puesta en razón.

—¿Qué?

—Oye usted a los gallos cantar en la aldea?

Era muy verdad. De todos lados se oían los cantos de los gallos. "Ki, ki, ri, kí!", se llamaban unos a otros, despertando a las buenas gentes.

En el molino había ya más claridad: era el alba.

El molinero bostezó.

¡Ahora, estarán ya lejos el diablo y el judío! ¡Adiós, Iankel, no te volveremos a ver! De todas maneras, es bien extraño lo que ha pasado aquí. Si lo cuento, no me lo creerán. Dirán que soy un mentiroso. No; vale más no hablar de ello.

Además, yo no tengo la culpa de que haya des—

EL DIA