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Página:El gallo de Sócrates (Colección de Cuentos).djvu/138

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El cual, con voz temblona, empezando á incorporarse y alargando una mano, llegó á decir:

—Pero... usted, señor mío..., ¿es... puede usted ser... el doctor... Gilledo?...

—Y usted... ó estoy soñando... ó es... parece ser... es... el ilustre Fonseca?...

—Fonseca el amigo, el discípulo, el admirador... el apóstol del maestro Gilledo... de su doctrina...

—De nuestra doctrina, porque es de los dos: yo el iniciador, usted el brillante, el sabio, el profundo, el elocuente reformador, propagandista... á quien todo se lo debo.

—¡Y estábamos juntos!...

—¡Y no nos conocíamos.!...

—Y á no ser por esta flaqueza... ridícula... que partió de mí, lo confieso, de querer conocernos por estos retratos...

—Justo, á no ser por eso...

Y Fonseca abrió los brazos, y en ellos estrechó á Gilledo, aunque con la mesura que conviene á los sabios.

La explicación de lo sucedido es muy sencilla. A los dos se les había ocurrido, como queda dicho, la idea de viajar de incógnito. Desde su casa Fonseca, en Madrid, y desde no sé dónde Gilledo, se hacían enviar la correspondencia al balneario, en paquetes dirigidos á Pérez y Alvarez, respectivamente.

Muchos años hacía que Gilledo y Fonseca eran uña y carne en el terreno de la ciencia. Iniciador Gilledo de ciertas teorías muy complicadas acerca del movimiento de las razas primitivas y otras ba-