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Página:El gallo de Sócrates (Colección de Cuentos).djvu/148

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por una sorda cólera contra los ricos que se curaban á fuerza de dinero; entre los suspiros, las quejas y sugestiones de su madre, y aquella constante tentación de las palabras del médico que le enseñaba el cielo de la salud de su madre... allá, en el abismo inabordable, le habían cambiado el humor y las ideas; ya no era un trabajador resignado, sino un esclavo del jornal, que oía pálido y rencoroso las predicaciones del socialismo que en derredor suyo vagaban como rumor de avispas en conjura. No envidiaba los palacios, los coches, las galas; envidiaba los baños, los aparatos, las medicinas caras. Ahí estaba la injusticia: en que unos, por ricos, se curaran, y los pobres, por pobres, no.

Para echar más leña al fuego, vino la amistad con el droguero D. Benito. Terminada la obra de los lujosos anaqueles, abierta solemnemente al público la nueva tienda, conforme á los últimos adelantos, de manera que, según frase que corrió mucho, nada tenía que envidiar al mejor establecimiento de París, en su clase. Bernardo tomó la costumbre de pasar algún rato, después del trabajo, en la droguería, conversando con los dependientes de D. Benito y con el mismo D. Benito. Bernardo se creía un poco partícipe de la gloria de aquel gran palacio de la salud, puesto que había trabajado en toda la obra de ebanistería. Además, le atraían los cacharros, aquella luciente porcelana con letreros de oro, que encerraba, como en urnas sagradas, el misterio de la salud, á precios fabulosos, imposibles para un jornalero.