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Página:El gallo de Sócrates (Colección de Cuentos).djvu/149

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Ante los escaparates, Bernardo se extasiaba. Admiraba, primero, una especie de Apolo, de barro barnizado, que sonreía frente á la plaza, tras los cristales, rodeado de vendas, como una momia egipcia, con un brazo en cabestrillo y una pierna rota, sujeta por artísticos rodrigones ortopédicos. Admiraba las grandes esponjas, que curaban con chorros de agua; los aparatos de goma, para cien usos, para mil comodidades de los enfermos; los frascos transparentes, llenos de píldoras que costaban caras, como perlas; las botellas elegantes, aristocráticas, bien lacradas y envueltas en vistosos papeles, como damas abrigadas con ricos chales; botellas de vinos de los dioses, todos dulzura y fuerza, la salud, la vida en cuatro gotas.

Todo lo admiraba, porque en todo creía; porque el médico de su madre le había hecho supersticioso de la religión de los específicos, de las curas infalibles, pero lentas, carísimas. Y D. Benito, y su gente, por la cuenta que les tenía, y por amor al arte, y por ver al pobre carpintero pasmado ante tanto prodigio, remachaban el clavo describiéndole las curas maravillosas de estas y las otras drogas, del vino tal, de los granos cuál y del extracto X. Pero... lo de siempre: todo era muy caro, todo exigía perseverancia, uso continuo durante mucho tiempo...; es decir, todo exigía que Bernardo, para curar á su madre con aquellos portentos, gastase en un mes lo que ganaba en un año...

Y el infeliz se contentaba con mirar, palpar á veces, tomar en peso paquetes, frascos, botellas, etc.,