menester de beneficios, son instintivamente serviles. Los hay en todas las clases sociales. El precio de su indignidad varia con el rango y se traduce en formas tan diversas como las personas que la ejercitan.
Alentando a Gil Blas, rebájase el nivel moral de los pueblos y de las razas; no es tolerancia estimular el abellacamiento. La cotización del mérito decae. La mansedumbre silenciosa es preferida a la dignidad altiva. La piel se cubre de más afeites cuando es menos sólida la columna vertebral; las buenas maneras son más apreciadas que las buenas acciones. Si el de Santillana se enguanta para robar, merece la admiración de todos; si Stockmann se desnuda para salvar a un náufrago, lo condenan por escándalo. En los pueblos domesticados llega un momento en que la virtud parece un ultraje a las costumbres...
Las sombras viven con el anhelo de castrar a los carasteres firmes y decapitar a los pensadores dos, no perdonándoles el lujo de ser viriles o tener cerebro. La falta de virilidad es elogiada como un refinamiento, lo mismo que en los caballos de paseo. La ignorancia parece una coquetería, como la duda elegante que inquieta a ciertos fanáticos sin ideales. Los méritos conviértense en contrabando peligroso, obligados a disculparse y ocultarse, como si ofendieran por su sola existencia. Cuando el hombre digno empieza a despertar recelos, el envilecimiento colective es grave; cuando la dignidad parece alsurda y es cubierta de ridículo, la domesticación de los mediocres ha llegado a sus extremos.
III .—LA VANIDAD
El hombre es. La sombra parece. El hombre pone su honor en el mérito propio y es juez supremo de sí mismo; asciende a la dignidad. La sombra pone el suyo en la estimación ajena y renuncia a juzgarse; desciende a la vanidad. Hay una moral del honor y otra de su caricatura:
ser o parecer. Cuando un ideal de perfección impulsa a ser mejores, ese culto de los propios méritos consolida en los