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El hombre mediocre

hombres la dignidad; cuando el afán de parecer arrastra a cualquier abajamiento, el culto de la sombra enciende la vanidad.

Del amor propio nacen las dos: hermanas por su origen, como Abel y Caín. Y más enemigas que ellos, irreconciliables. Son formas diversas de amor propio. Siguen caminos divergentes. La una florece sobre el orgullo, celo escrupupuloso puesto en el respeto de sí mismo; la otra nace de la soberbia, apetito de culminación ante los demás. El orgullo es una arrogancia originada por nobles motivos y quiere aquilatar el mérito; la soberbia es una desmedida presunción y busca alargar la sombra. Catecismos y diccionarios han colaborado a la mediocrización moral, subvirtiendo los términos que designan lo eximio y lo vulgar. Donde los padres de la Iglesia decían superbia como los antiguos, fustigándola, tradujeron los zascandiles orgullo, confundiendo sentimientos distintos. De allí el equivocar la vanidad con la dignidad, que es su antítesis, y el intento de tasar a igual precio los hombres y las sombras, con desmedro de los primeros.

En su forma embrionaria revélase el amor propio como deseo de elogios y temor de censuras: una exagerada sensibilidad a la opinión ajena. En los caracteres conformados a la rutina y a los prejuicios corrientes, el deseo de brillar en su nedio y el juicio que sugieren al pequeño grupo que les rodea, son estímulos para la acción. La simple circunstancia de vivir arrebañados predispone a perseguir la aquiescencia ajena; la estima propia es favorecida por el contraste o la comparación con los demás. Trátase hasta aquí de un sentimiento normal.

Pero los caminos divergen. En los dignos el propio juicio antepónese a la aprobación ajena; en los mediocres se postergan los méritos y se cultiva la sombra. Los primeros viven para sí; los segundos vegetan para los otros. Si el hombre no viviera en sociedad, el amor propio sería dignidad en todos; viviendo grupos, lo solamente en los caracteres firmes.

Ciertas preocupaciones, reinantes en las mediocracias,