Página:El hombre mediocre. Sexta edición (1926).pdf/189

De Wikisource, la biblioteca libre.
Esta página no ha sido corregida
185
El hombre mediocre

pero el primero es la antítesis de la vanidad y el segundo lo es de la acidia.

Repujados los prohombres de hojalatería, sus cómplices acaban de azogarles con demulcentes crisopeyas. Sus lacras llegan a parecer coqueterías, como las arrugas de las cortesanas. Ungiéndolos árbitros del orden y de la virtud, declaran proscritas sus viejas pústulas: incondicionalismos para con los regímenes más turbios, intérlopes pasiones de garito, ridículos infortunios de donjuanismo epigramático. Los labios de los adulones abrévanse en aquella agua del Leteo que borra la memoria del pasado; no advierten que después de chapalear una vida entera en el vicio, todo puritanismo huele a bencina, como los guantes que pasan por el limpiador.

Donde medran oligarquías bajo disfraces democráticos prosperan esos pavorreales apampanados, tensos por la vanidad: un travieso lo desinflaría si los pinchase al pasar, descubriendo la nada absoluta que retoza en su interior. Vacuo no significa alígero.

Nunca fué la tontería cartabón de santidad. Sin sangre de hienas, que han menester les tiranos, tampoco tiénenla de águilas, propia de iluminados; corre en sus venas una linfa tontivana, propia en estirpe de pavos y quintaesenciada en el real, simbólica ave que suma candorosamente la zoncería y la fatuidad. Son termómetros morales de ciertas épocas: cuando la mediocracia encuba poliipavos, no tienen atmósfera los aguiluchos, La resignada pasividad explica ciertas culminaciones:

el porvenir de algunos arquetipos estriba en ser admirados en contra de otros. Huyen para agrandarze. Con muchos lustros de andar a la birlonga no borran sus culpas; en su paso descúbrese una inveterada pusilanimidad que rehuye escaramuzas con enemigos que les han humillado hasta sangrar. No puede haber virtud sin gallardía; no la demuestra quien esquiva con temblorosos alejamientos la batalla por tantos años ofrecida a su dignidad. Ese acoquinamiento no es, por cierto, el clásico valor gauchesco de los coroneles americanos; ni se parece al gesto del león agazapado para pegar mejor el salto. Ellos vagabundon