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José Ingenieros

con el "don de espera del batracio optimista" de que habla Ramos Mejías. El hombre digno puede enmudecer cuando recibe una herida temiendo acaso que su desdén exceda a la ofensa; pero llega su sentencia, y llega en estilo nunca usado para adular ni para pedir, más hiriente que cien espadas. Cada verbo es una flecha cuyo alcance finca en la elasticidad del arco: la tensión moral de la dignidad.

Y el tiempo no borra una sílaba de lo que así se habla.

Los arquetipos suelen interrumpir sus humillados silencios con innocuas pirotecnias verbales; de tarde en tarde los cómplices pregonan alguna misteriosa lucubración tartamudeada, o no, ante asambleas que ciertamente no la escucharon. Ellos no atinan a sostener la reputación con que los exornan: desertan el parlamento el día mismo en que los eligen, como si temieran ponerse en descubierto y comprometer a los empresarios de su fama.

Complétase la inflazón de estos aeróstatos confiándoles subalternas diplomacias de festival en cuya aparatosidad suntuaria pavonean sus huecas vanidades. Sus cómplices adivínanles algún talento diplomático o perspicacias internacionalistas hasta complicarles en lustrosas canonjías donde se apagan en tibias penumbras, junto al resplandecer de sus colaboradores más contiguos. Nunca desalentadas, las oligarquías siguen mimando a estos engendros, con la esperanza de que acertarán un golpe en el clavo después de afirmar cien en la herradura. Ungidos emisarios ante una nación hermana, su casuística de sacristía envenena hondos afectos, como si por arte de encantamiento germinaran cizañas inextinguibles en los corazones de los pueblos.

Archiveros y papelistas se confabulan para encelar el fervor de los ingenuos y captar la confianza de los rutinarics. Plutarquillos bien rentados transforman en miel su acíbar, quiniaesenciando en alabanzas sus vinagres más crónicos, como si hipotecaran su ingenio descontando prebendas futuras. Rellenan con vanos artilugios la oquedad