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José Ingenieros

H.—SARMIENTO

Sus pensamientos fueron tajos de luz en la penumbra de la barbarie americana, entreabiendo la visión de cosas futuras. Pensaba en tan alto estilo que parecía tener, como Sócrates, algún demonio familiar que alucinara su inspiración.

Cíclope en su faena, vivía obsesionado por el afán de educar; esa idea gravitaba en su espíritu como las grandes moles incandescentes en el equilibrio celeste, subordinando a su influencia todas las masas menores de su sistema cósmico.

Tenía la clarividencia del ideal y había elegido sus medios: organizar civilizando, elevar educando. Todas las fuentes fueron escasas para saciar su sed de aprender; todas las inquinas fueron exiguas para cohibir su inquietud de enseñar. Erguido y viril siempre, asta—bandera de sus propios ideales, siguió las rutas por donde le guiara el destino, previendo que la gloria se incuba en auroras fecundadas por los sueños de los que miran más lejos. América le esperaba. Cuando urge construir o transmutar, fórmase el clima del genio: su hora suena como fatídica invitación a llenar una página de luz. El hombre extraordinario se revela auroralmente, como si obedeciera a una predestinación irrevocable.

Facundo es el clamor de la cultura moderna contra el crepúsculo feudal. Crear una doctrina justa vale ganar una batalla para la verdad; más cuesta presentir un ritmo de civilización que acometer una conquista. Un libro es más que una intención: es un gesto. Todo ideal puede servirse con el verbo profético. La palabra de Sarmiento parece bajar de un Sinaí. Proscripto en Chile, el hombre extraordinario encuadra, por entonces, su espíritu en el doble marco de la cordillera muda y del mar clamoroso.

Llegan hasta él gemidos de pueblos que hinchan de angustia su corazón: parecen ensombrecer el cielo taciturno de su frente, inquietada por un relámpagueo de profecías.

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