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El hombre mediocre

La pasión enciende las dantescas hornallas en que forja sus páginas y ellas retumban con sonoridad plutoiana en todos los ámbitos de su patria. Para medirse busca al más grande enemigo, Rozas, que era también genial en la barbarie de su medio y de su tiempo: por eso hay ritmos apocalípticos en los apóstrofes de Facundo, asombroso enquiridión que parece un reto de águila a águila, lanzado por sobre las cumbres más conspicuas del planeta.

Su verbo es anatema: tan fuerte es el grito que, por momentos, la prosa se enroquece. La vehemencia crea su estilo, tan suyo que, siendo castizo, no parece español. Sacude a todo un continente con la sola fuerza de su pluma, adiamantada por la santificación del peligro y del destierro.

Cuando un ideal se plasma en un alto espíritu, bastan gotas de tinta para fijarlo en páginas decisivas; y ellas, como si en cada línea Ilevasen una chispa de incendio devastador, llegan al corazón de miles de hombres, desorbitan sus rutinas, encienden sus pasiones, polarizan su aptitud hacia el ensueño naciente. La prosa del visionario vive: palpita, agrede, conmueve, derrumba, aniquila. En sus frases diríase que se vuelca el alma de la nación entera, como un alud. Un libro, fruto de imperceptibles vibraciones cerebrales del genio, tórnase tan decisivo para la civilización le una raza como la irrupción tumultuosa de infinitos ejércitos.

Y su verbo es sentencia: queda herida mortalmente una era de barbarie, simbolizada en un nombre propio. El ge nio se encumbra así para hablar, intérprete de la historia.

Sus palabras no admiten rectificación y escapan a la crítica.

Los poetas debieran pedir sus ritmos a las mareas del Océano para loar líricamente la perennidad del gesto magnífico:

¡Facundo!

Dijo primero. Hizo después...

La política puso a prueba su firmeza: gran hora fué aquella en que su Ideal se convirtió en acción. Presidió la República contra la intención de todos: obra de un hado benéfico. Arriba vivió batallando como abajo, siempre agresor