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El hombre mediocre

que se obscurecía y se alumbraba sin sosiego: incesante sucesión de amaneceres y de crepúsculos fundidos en el todo uniforme del tiempo. En ciertas épocas pareció nacer de nuevo con cada aurora; pero supo oscilar hasta lo infinito sin dejar nunca de ser el mismo.

Miró siempre hacia el porvenir, como si el pasado hubiera muerto a su espalda; el ayer no existía, para él, frente al mañana. Los hombres y pueblos en decadencia viven acordándose de dónde vienen; los hombres geniales y los pueblos fuertes sólo necesitan saber dónde van. Vivió inventando doctrinas o forjando instituciones, creando siempre, en continuo derroche de imaginación creadora. Nunca tuvo paciencias resignadas, ni esa imitativa mansedumbre del que se acomoda a las circunstancias para vegetar tranquilamente. La adaptación social depende del equilibrio entre lo que se inventa y lo que se imita; mientras el hombre vulgar es imitativo y se adapta perfectamente, el hombre de genio es creador y con frecuencia inadaptado. La adaptación es mediocrizadora; rebaja al individuo a los modos de pensar y sentir que son comunes a la masa, borrando sus rasgos propiamente personales. Pocos hombres, al finalizar su vida, se libran de ella; muchos suelen ceder cuando los resortes del espíritu sienten la herrumbre de la vejez. Sarmiento fué una excepción. Había nacido “así" y quiso vivir como era, sin desteñirse en el semitono de los demás.

A los setenta años tocóle ser abanderado en la última guerra civil movida por el espíritu colonial contra la afirmación de los ideales argentinos: en La Escuela Ultrapampeana, escrita a zarpazos, se cierra el ciclo del pensamiento civilizador iniciado con Facundo. En esas horas crueles, cuando los fanáticos y los mercaderes le agredían para desbaratar sus ideales de cultura laica y científica, en vano habría intentado Sarmiento rebelarse a su destino. Una fatalidad incontrastable le había elegido portavoz de su tiempo, hostigándole a perseverar sin tregua hasta el borde mismo de la tumba. En pleno arreciar de la vejez siguió pensando por sí mismo, siempre alerta para avalancharse contra los que desplumaban el ala de sus grandes ensueños: