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El hombre mediocre

de dogmas que otros les imponen, esclavos de fórmulas invariables, paralizadas por la herrumbre del tiempo: enemigos naturales de todo amanecer y de toda cumbre. Individualmente son hombres que no existen. No inspiran simpatías ni rencores acentuados. No admiran ni espantan. Sería difícil decidir qué son más, si inútiles ó inofensivos. Aisladamente no obstan á los caracteres originales: su existencia pasa inadvertida. Cruzan el mundo como sombras insubstanciales, temiendo que alguien pueda reprocharles esa osadía de existir en vano, como contrabandistas de la vida.

Y lo son. Aunque los hombres carecemos de misión transcendental sobre la tierra, en cuya superficie vivimos por igual motivo que la rosa y el gusano, es necesario que algún ideal ennoblezca nuestra existencia: los más altos placeres son inherentes á proponerse una perfección y perseguirla. Las existencias vegetativas no tienen biografía: no vive el que no deja rastros en las cosas ó en los espíritus. La vida sólo vale por el uso que de ella hacemos, por las obras que realizamos. No ha vivido más el que cuenta más años, sino el que ha sentido mejor algún ideal; las canas denuncian la vejez, pero no dicen cuánta juventud la precedió. La medida justa del hombre está en la duración de sus obras: la inmortalidad es el privilegio de quienes las hacen sobrevivientes á los siglos, y por ellas se mide. El poder que se maneja, los favores que se mendigan, el dinero que se amasa, las dignidades que se consiguen, tienen