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roso día, y habiendo mandado el duque que delante de la plaza del castillo se hiciese un espacioso cadalso, donde estuviesen los jueces del campo, y las dueñas madre é hija demandantes, había acudido de todos los lugares y aldeas circunvecinas infinita gente á ver la novedad de aquella batalla, que nunca otra tal no habían visto ni oído decir en aquella tierra los que vivían ni los que habían muerto. El primero que entró en el campo y estacada fué el maestro de las ceremonias, que tanteó el campo y le paseó todo, porque en él no hubiese algún engaño ni cosa encubierta donde se tropezase y cayese:

luego entraron las dueñas, y se sentaron en sus asientos, cubiertas con los mantos hasta los ojos y aun hasta los pechos con muestras de no pequeño sentimiento, presente don Qui en la estacada.

De allí á poco, acompañado de muchas trompetas, asomó por una parte de la plaza sobre un poderoso caballo, hundiéndola toda, el grande lacayo Tosilos, calada la visera y todo encambronado con unas fuertes y lucientes armas. El caballo mostraba ser frisón, ancho y de color tordillo: de cada mano y pie le pendía una arroba de lana. Venía el valeroso combatiente bien informado del duque su señor de có mo se había de portar con el valeroso don Quijote de la Mancha, advertido que en ninguna manera le matase, sino que procurase huir del primer encuentro, por escusar el peligro de su muerte, que estaba cierto si de lleno en lleno le encontrase. Paseó la plaza, y llegando donde las dueñas estaban, se puso algún tanto á mirar á la que por esposo le pedía:

llamó el maese de campo á don Quijote, que ya se había presentado en la plaza, y junto con Tosilos habló á las dueñas, pregun ndoles si consentían que volviese por su derecho don Quijote de la Man-