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349 quién. Dormían en pie interrompiendo el sueño, mudándose de un lugar á otro. Todo era poner espías, escuchar centinelas, soplar las cuerdas de los arcabuces, aunque traían pocos, porque se servían de pedreñales. Roque pasaba las noches apartado de los suyos en partes y lugares donde ellos no pudiesen saber dónde estaba, porque los muchos bandos que el visorrey de Barcelona había echado sobre su vida le traían inquieto y temeroso, y no se osaba fiar de ninguno, temiendo que los mismos suyos, ó le habían de matar ó entregar á la justicia: vida por cierto miserable y enfadosa. En fin, por caminos desusados, por atajos y sendas encubiertas partieron Roque, don Quijote y Sancho con otros seis escuderos á Barcelona. Llegaron á su playa la víspera de san Juan en la noche, y abrazando Roque á don Quijote y á Sancho, á quien dió los diez escudos prometidos, que hasta entonces no se los había dado, los dejó con mil ofrecimientos que de la una á la otra parte se hicieron. Volvióse Roque, quedóse don Quijote esperando el día así á caballo como estaba, y no tardó mucho cuando comenzó á descubrirse por los balcones del oriente la faz de la blanca aurora, alegrando las yerbas y las flores, en lugar de alegrar el oído, aunque al mesmo instante alegraron también el oído el són de las muchas chirimías y atabales, ruido de cascabeles, trapa, trapa, aparta, aparta de corredores, que al parecer de la ciudad salían. Dió lugar la aurora al sol, que con un rostro mayor que el de una rodela por el más bajo horizonte poco á poco se iba levantando. Tendieron don Quijote y Sanche la vista por todas partes, vieron el mar, hasta entonces dellos no visto: parecióles espaciosísimo y largo, harto más que las lagunas de Ruidera, que