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—¿Habéisla visto vos encantada, Sancho? preguntó el duque.

—Y cómo si la he visto, respondió Sancho :

¿pues quién diablos sino yo fué el primero que cayó en el achaque del encantorio? Tan encantada está como mi padre.

El eclesiástico, que oyó decir de gigantes, de follones y de encantos, cayó en la cuenta de que aquel debía de ser don Quijote de la Mancha, cuya historia leía el duque de ordinario, y él se lo había reprehendido muchas veces, diciéndole que era disparate leer tales disparates; y enterándose ser verdad lo que sospechaba, con mucha cólera hablando con el duque, le dijo:

—Vuestra excelencia, señor mío, tiene que dar cuenta á nuestro Señor de lo que hace este buen hombre. Este don Quijote, ó don tonto, ó como se llama, imagino yo que no debe de ser tan mentecato como vuestra excelencia quiere que sea, dándole ocasiones á la mano para que lleve adelantesus sandeces y variedades.

Y volviendo la plática á don Quijote, le dijo:

—Y á vos, alma de cántaro, ¿quién os ha encajado en el celebro que sois caballero andante, y que vencéis gigantes, y prendéis malandrines? Andad en hora buena, y en tal se os diga: volveos á vuestra casa, y criad vuestros hijos, si los tenéis, y curad de vuestra hacienda, y dejad de andar vagando por el mundo papando viento, y dando que reir á cuantos os conocen y no conocen. ¿En dónde nora tal habéis vos hallado que hubo ni hay ahora caballeros andantes? ¿Dónde hay gigantes en España, ó malandrines en la Mancha, ni Dulcineas encantadas, ni toda la caterva de las simplicidades que de vos se cuentan?