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rables alabanzas, y aun á mí no se me deben negar por el trabajo y diligencia que puse en buscar el fin desta agradable historia: aunque bien sé, que si el cielo, el caso y la fortuna no me ayudaran, el mundo quedara falto y sin el pasatiempo y gusto que bien casi dos horas podrá tener el que con atención la leyere. Pasó pues el hallarla en esta manera:

Estando yo un día en el alcaná de Toledo, llegó un muchacho á vender unos cartapacios y papeles viejos á un escudero; y como soy aficionado á leer aunque sean los papeles rotos de las calles, llevado desta mi natural inclinación tomé un cartapacio de los que el muchacho vendía, y vile con caracteres que conocí ser arábigos, y puesto que aunque los conocía, no los sabía leer, anduve mirando si parecía por allí algún morisco aljamiado que los leyese; y no fué muy dificultoso hallar intérprete semejante, pues aunque le buscara de otra mejor y más antigua lengua, le hallara. En fin, la suerte me deparó uno, que diciéndole mi deseo, y poniéndole el libro en las manos, le abrió por medio, y leyendo un poco en él, se comenzó á reir. Preguntéle que de qué se reía, y respondióme que de una cosa que tenía aquel libro escrita en el margen por anotación. Díjele que me la dijese, y él sin dejar la risa, dijo: Está, como he dicho, aquí en el margen escrito esto. «Esta Dulcinea del Toboso tantas veces en esta historia referida, di cen que tuvo la mejor mano para salar puercos, que otra mujer de toda la Mancha.» Cuando yo oí decir Dulcinea del Toboso, quedé atónito y suspenso porque luego se me representó que aquellos cartapacios contenían la historia de don Quijote.

Con esta imaginación di priesa que leyese el