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que de lo hondo de mi amargo pecho, llevado de un forzoso desvarío, por gusto mío sale y tu despecho.

El rugir del león, del lobo fiero el temeroso aullido, el silbo horrendo de escamosa serpiente, el espantable baladro de algún monstruo, el agorero graznar de la corneja, y el estruendo del viento contrastado en mar instable, del ya vencido toro el implacable bramido, y de la viuda tortolilla el sensible arrullar; el triste canto del envidiado buho, con el llanto de toda la infernal negra cuadrilla, salgan con la doliente ánima fuera, mezclados en un son de tal manera, que se confundan los sentidos todos, pues la pena cruel que en mí se halla, para contarla pide nuevos modos.

De tanta confusión, no las arenas del padre Tajo oirán los tristes ecos, ni del famoso Betis las olivas; — que allí se esparcirán mis duras penas en altos riscos y en profundos huecos, con muerta lengua y con palabras vivas.

O ya en obscuros valles, ó en esquivas playas desiertas de contrato humano, ó adonde el sol jamás mostró su lumbre, ó entre la venenosa muchedumbre de fieras que alimentan el Nilo llano; que puesto que en los páramos desiertos los ecos roncos de mi mal inciertos suenen con tu rigor tan sin segundo, por privilegio de mis cortos hados serán llevados por el ancho mundo.