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que en ellas hallaron. No se había curado Sancho de echar sueltas á Rocinante, seguro de que le conocía por tan manso y tan poco rijoso, que todas las yeguas de la dehesa de Córdoba no le hicieron tomar mal siniestro. Ordenó pues la suerte y el diablo, que no todas veces duerme, que andaban por aquel valle paciendo una manada de hacas galicianas de unos arrieros yangüeses, de los cuales es costumbre sestear con su recua en lugares y sitios de hierba y agua, y aquel donde acertó á hallerse don Quijote, era muy á propósito de los yangüeses. Sucedió, pues, que á Rocinante le vino en deseo de refocilarse con las señoras hacas, y saliendo, así como las olió, de su natural paso y costumbre, sin pedir licencia á su dueño, tomó un trotillo algo picadillo, y se fué á comunicar su necesidad con ellas. Mas ellas, que á lo que pareció debían de tener más ganas de pacer que de ál, recibiéronle con las herraduras y con los dientes de tal manera, que á poco espacio se le rompieron las cinchas, y quedó sin silla en pelota. Pero lo que él debió más de sentir fué, que viendo los arrieros la fuerza que á sus yeguas se les hacía, acudieron con estacas, y tantos palos le dieron, que le derribaron malparado en el suelo. Ya en esto don Quijote y Sancho, que la paliza de Rocinante habían visto, llegaban ijadeando, y don Quijote dijo á Sancho:

—A lo que yo veo, amigo Sancho, éstos no son caballeros, sino gente soez y de baja ralea: dígolo porque bien me puedes ayudar, á tomar la debida venganza del agravio que delante de nuestros ojos se le ha hecho á Rocinante.

—Qué diablos de venganza hemos de tomar, respondió Sancho, si éstos son más de veinte, y