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que aquellos hombres traían, con que nos machacaron, no eran otras que sus estacas, y ninguno dellos, á lo que se me acuerda, tenía estoque, espada ni puñal.

—No me dieron á mí lugar, respondió Sancho, á que mirase en tanto, porque apenas puse mano á mi tizona, cuando me santiguaron los hombros con sus pinos, de manera que me quitaron la vista de los ojos y la fuerza de los pies, dando conmigo á donde ahora yazgo, y á donde no me da pena alguna el pensar si fué afrenta ó no lo de los estacazos, como me la da el dolor de los golpes, que me han de quedar tan impresos en la memoria como en las espaldas.

—Con todo eso te hago saber, hermano Panza, replicó don Quijote, que no hay memoria á quien el tiempo no acabe, ni dolor que muerte no le consuma.

—Pues qué mayor desdicha puede ser, replicó Panza, de aquella que aguardaba al tiempo que la consuma, y á la muerte que la acabe? Si esta nuestra desgracia fuera de aquellas que con un par de bizmas se curan, aun no tan malo; pero voy viendo, que no han de bastar todos los emplastos de un hospital para ponerlas en buen término siquiera.

—Déjate deso, y saca fuerzas de flaqueza, Sancho, respondió don Quijote, que así haré yo; y veamos cómo está Rocinante, que á lo que me parece, no le ha cabido al pobre la menor parte desta desgracia.

—No hay de qué maravillarse deso, respondió Sancho, siendo él también caballero andante. De lo que yo me maravillo es de que mi jumento haya