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que más parecían ruinas de edificios que casas, de entre las cuales advirtieron que salía el ruido y estruendo de aquel golpear, que aun no cesaba.

Alborotóse Rocinante con el estruendo del agua y de los golpes, y sosegándole don Quijote, se fué llegando poco a poco á las casas, encomendándose de todo corazón á su señora, suplicándole que en aquella temerosa jornada y empresa le favoreciese, y de camino se encomendaba también á Dios que no le olvidase. No se le quitaba Sancho del lado, el cual alargaba cuanto podía el cuello y la vista por entre las piernas de Rocinante, por ver si vería ya lo que tan suspenso y medroso le tenía.

Otros cien pasos serían los que anduvieron, cuando al doblar de una punta pa descubierta y patente la misma causa, sin que pudiese ser otra, de aquel horrísono y para ellos espantable ruido, que tan suspensos y medrosos toda la dicha noche los había tenido. Y eran (si no lo has, oh lector, por pesadumbre y enojo) seis mazos de batán, que con sus alternativos golpes aquel estruendo formaban. Cuando don Quijote vió lo que era, enmudeció y pasmóse de arriba abajo. Miróle Sancho, y vió que tenía la cabeza inclinada sobre el pecho con muestras de estar corrido. Miró también don Quijote á Sancho, y vióle que tenía los carrillos hinchados y la boca llena de risa con evidentes señales de querer reventar con ella, y no pudo su melancolía tanto con él, que á la vista de Sancho pudiese dejar de reirse; y como vió Sancho que su amo había comenzado, soltó la presa de manera, que tuvo necesidad de apretarse las ijadas con los puños por no reventar riendo. Cuatro veces sosegó, y otras tantas volvió á su risa, con el mismo ímpetu que primero, de