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habían llevado el día de antes. De allí á poco descubrió don Quijote un hombre á caballo, que traía en la cabeza una cosa que relumbraba como si fuera de oro, y aun él apenas le hubo visto, cuando se volvió á Sancho y le dijo:

—Paréceme, Sancho, que no hay refrán que no sea verdadero, porque todas son sentencias sacadas de la misma experiencia, madre de las ciencias todas, especialmente aquel que dice:

Donde una puerta se cierra otra se abre. Dígolo, porque si anoche nos cerró la ventura la puerta de la que buscábamos engañándonos con los batanes, ahora nos abre de par en par otra para otra mejor y más cierta aventura, que si yo no acertare á entrar por ella, mía será la culpa, sin que la pueda dar á la poca noticia de batanes ni á la escuridad de la noche. Digo esto, porque si no me engaño, hacia nosotros viene uno que trae en su cabeza puesto el yelmo de Mambrino sobre que yo hice el juramento que sabes.

—Mire vuestra merced bien lo que dice, y mejor lo que hace, dijo Sancho, que no querría que fuesen otros batanes que nos acabasen de batanar y aporrear el sentido.

—Válate el diablo por hombre, replicó don Quijote, ¿qué va de yelmo á batanes?

—No sé nada, respondió Sancho; mas á fe que si yo pudiera hablar tanto como solía, que quizá diera tales razones, que vuestra merced viera que se engañaba en lo que dice.

—¿Cómo me puedo engañar en lo que digo, traidor escrupuloso? dijo don Quijote: dime, ¿no ves aquel caballero que hacia nosotros viene sobre un caballo rucio rodado, que trae puesto en la cabeza un yelmo de oro?