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—Lo que veo y columbro, respondió Sancho, no es sino un hombre sobre un asno pardo como el mío, que trae sobre la cabeza una cosa que relumbra.

—Pues ese es el yelmo de Mambrino, dijo don Quijote apártate á una parte, y déjame con él á solas, verás cuán sin hablar palabra, por ahorrar el tiempo, concluyo esta aventura, y queda por mío el yelmo que tanto he deseado.

—Yo me tengo en cuidado el apartarme, replicó Sancho; mas quiera Dios, torno á decir, que orégano sea y no batanes.

—Ya os he dicho, hermano, que no me mentéis ni por pienso más eso de los batanes, dijo don Quijote, que voto... y no digo más, que os batanee el alma.

Calló Sancho con temor que su amo no cumpliese el voto que le había echado redondo como una bola. Es pues el caso que el yelmo y el caballo y el caballero que don Quijote veía, era esto: que en aquel contorno había dos lugares, el uno tan pequeño que ni tenía botica ni barbero, y el otro que estaba junto á él sí, y así el barbero del mayor servía al menor, en el cual tuvo necesidad un enfermo de sangrarse, y otro de hacerse la barba, para lo cual venía el barbero y traía una bacía de azófar. Y quiso la suerte, que al tiempo que venía comenzó á llover, y porque no se le manchase el sombrero, que debía de ser nuevo, se puso la bacía sobre la cabeza, y como estaba limpia, desde media legua relumbraba. Venía sobre un asno pardo, como Sancho dijo: y esta fué la ocasión que á don Quijote le pareció caballo rucio rodado, y caballero, y el yelmo de oro; que todas las cosas que veía, con mucha facilidad las acomodaba á sus