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dar la manda, y que tornase á hacer la libranza en papel, como era uso y costumbre, porque las que se hacían en libros de memorias jamás se aceptaban ni cumplían. Con esto se consoló Sancho, y dijo que como aquello fuese así, que no le daba mucha pena la pérdida de la carta de Dulcinea, porque él la sabía casi de memoria, de la cual se podría trasladar dónde y cuando quisiesen.

—Decidla, Sancho, pues, dijo el barbero, que después la trasladaremos.

Paróse Sancho Panza á rascar la cabeza para traer á la memoria la carta, y ya se ponía sobre un pie y ya sobre otro; unas veces miraba al suelo, otras al cielo, y al cabo de haberse roído la mitad de la yema de un dedo, teniendo suspensos á los que esperaban que ya la dijese, dijo al cabo de grandísimo rato:

—Por Dios, señor licenciado, que los diablos lleven la cosa que de la carta se me acuerda, aunque en el principio decía: «Alta y sobajada señora».

—No dirá, dijo el barbero, sobajada, sino sobrehumana ó soberana señora.

—Así es, dijo Sancho; luego, si mal no me acuerdo, proseguía, si mal no me acuerdo, «el llagado y falto de sueño, y el ferido besa á vuestra merced las manos; ingrata y muy desconocida hermosa»; y no sé qué decía de salud y de enfermedad que le enviaba, y por aquí iba escurriendo hasta que acababa en: «Vuestro hasta la muerte, el caballero de la Triste Figura.» No poco gustaron los dos de ver la buena memoria de Sancho Panza, y alabáronsela mucho, y le pidieron que dijese la carta otras dos veces, para que ellos ansimismo la tomasen de memoria